Recuerdo aquella mañana, el día había comenzado otra vez y pudo no ser así, hacía horas que lo había intentado por primera vez luego de gran tiempo de cavilaciones, pero… fallé.
La luz entró por la ventana y apenas desperté, tal vez por estar aún confusa y grogui, simplemente seguí la rutina de siempre: me vestí, me dirigí al colegio sin decir una sola palabra y sin pensar en nada caminé.
Mi mente seguía paralizada y veía todo como si de una película se tratase, me sentía lejana, muy lejana y hasta los sonidos parecían rebotar en mi mente pero sin producir la menor respuesta, las palabras oídas no formaban oraciones pero sí ecos que se extinguían al instante.
Sin darme cuenta había llegado y me encontraba en el aula, con los mismos compañeros que desde hacía ya 4 años que compartíamos presencia, algunos me saludaron como todos los días y no lo supieron, no notaron absolutamente ningún cambio en mí (porque yo definitivamente ya no era la misma), y fue entonces cuando por primera vez comprendía lo que era estar de este lado, lo que significaba yo para ellos, para la institución y para la sociedad. También supe lo que realmente es el “tiempo” y cómo varía desde donde lo miras.
Y ahora yo lo miraba desde mi asiento, el habitual, el que estaba en el medio del salón. Y fue entonces que entró el primer profesor, me reflejé en sus ojos y tampoco lo notó ¿Es que nada decía mi mirada?. Luego me perdí en algún punto fijo durante el resto de las clases, los sonidos del ambiente aturdían pero no llegaban a tapar mis pensamientos y de esa ausencia de atención nadie se percataría pues era habitual en mí el hecho de volar con la mente. Pero lo que sí convertí en ceremonia durante esa jornada fue la acción de mirar a los ojos a cada uno de los profesores que ,siguiendo el horario de sus cátedras, entraban a desarrollar sus materias, y siempre con el mismo resultado las miradas que se cruzaban no percibían mi vacío, mi asombro por seguir viva aún, mi vergüenza por haber fallado e incluso mi latente desesperación, absolutamente nada.
Ni siquiera el profesor de psicología lo notó, al que más fe aposté en que lo hiciera, y si es que lo hizo, no le importó y es más ¿por qué debería importarle en todo caso?; después de todo era uno más del montón.
Muchas veces he oído decir a la gente “si viera a una persona que se quiere suicidar lo sabría al instante por su mirada”, pero la triste verdad es que eso no sucede y menos en personas cuyas expresiones son escasas y que no evidencian grandes cambios en su comportamiento. Por eso no se olviden de estas palabras: “La mirada del suicida no existe”.
Escrito por LauMoon en Cuéntanos a todos.
Triste y lindo. ...Te entiendo perfectamente
ResponderEliminar