Nacidos en una prisión, con fardos sobre nuestras espaldas y nuestros pensamientos, no podríamos alcanzar el término de un solo día si la posibilidad de acabar no nos incitara a comenzar el día siguiente...Los grilletes y el aire irrespetable de este mundo nos lo quitan todo, salvo la libertad de matarnos; y esta libertad nos insufla una fuerza y un orgullo tales que triunfan sobre los pesos que nos aplastan.
Poder disponer absolutamente de uno mismo y rehusarse: ¿hay don más misterioso? La consolación por el suicidio posible amplía infinitamente esta morada donde nos ahogamos. La idea de destruirnos, la multiplicidad de los medios para conseguirlo, su facilidad y proximidad nos alegran y nos espantan; pues no hay nada más sencillo y más terrible que el acto por el cual decidimos irrevocablemente sobre nosotros mismos. En un solo instante, suprimimos todos los instantes; ni Dios mismo sabría hacerlo igual. Pero, demonios fanfarrones, diferimos nuestro fin: ¿cómo renunciaríamos al despliegue de nuestra libertad, al juego de nuestra soberbia?...
Quien no haya concebido jamás su propia anulación, quien no haya presentido el recurso a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante sobre la carroña cósmica. Este mundo puede quitarnos todo, puede prohibirnos todo, pero no está en el poder de nadie impedirnos nuestra autoabolición. Todos los útiles nos ayudan, todos nuestros abismos nos invitan; pero todos nuestros instintos se oponen. Esta contradicción desarrolla en el espíritu un conflicto sin salida. Cuando comenzamos a reflexionar sobre la vida, a descubrir en ella un infinito de vacuidad, nuestros instintos se han erigido ya en guías y fautores de nuestros actos; refrenan el vuelo de nuestra inspiración y la ligereza de nuestro desprendimiento. Si, en el momento de nuestro nacimiento, fuéramos tan conscientes como lo somos al salir de la adolescencia, es más que probable que a los cinco años el suicidio fuera un fenómeno habitual o incluso una cuestión de honorabilidad. Pero despertamos demasiado tarde: tenemos contra nosotros los años fecundados únicamente por la presencia de los instintos, que deben quedarse estupefactos de las conclusiones a las que conducen nuestras meditaciones y decepciones. Y reaccionan; sin embargo, como hemos adquirido la conciencia de nuestra libertad, somos dueños de una resolución un tanto más atractiva cuanto que no la ponemos en práctica. Nos hace soportar todos los días y, más aún, las noches: ya no somos pobres, ni oprimidos por la adversidad: disponemos de recursos supremos. Y aunque no los explotásemos nunca, y acabásemos en la expiración tradicional, hubiéramos tenido un tesoro en nuestros abandonos: ¿hay mayor riqueza que el suicidio que cada cual lleva en sí?
Si las religiones nos han prohibido morir por nuestra propia mano, es porque veían en ello un ejemplo de insumisión que humillaba a los templos y a los dioses. Cierto concilio consideraba el suicidio como un pecado más grave que el crimen, porque el asesino puede siempre arrepentirse, salvarse, mientras que quien se ha quitado la vida ha franqueado los límites de la salvación. Pero el acto de matarse ¿no parte de una fórmula radical de salvación? Y la nada, ¿no vale tanto como la eternidad? Sólo el existente no tiene necesidad de hacer la guerra al universo; es a sí mismo a quien envía el ultimátum. No aspira ya a ser para siempre, si en un acto incomparable ha sido absolutamente él mismo. Rechaza el cielo y la tierra como se rechaza a sí mismo. Al menos, habrá alcanzado una plenitud de libertad inaccesible al que la busca indefinidamente en el futuro...
Ninguna iglesia, ninguna alcaldía ha inventado hasta el presente un solo argumento válido contra el suicidio. A quien no puede soportar la vida, ¿qué se le responde? Nadie está a la altura de tomar sobre sí los fardos de otro. Y ¿de qué fuerza dispone la dialéctica contra el asalto de las penas irrefutables y de mil evidencias desconsoladas? El suicidio es uno de los caracteres distintivos del hombre, uno de sus descubrimientos; ningún animal es capaz de él y los ángeles apenas lo han adivinado; sin él, la realidad humana sería menos curiosa y menos pintoresca: le faltaría un clima extraño y una serie de posibilidades funestas, que tienen su valor estratégico, aunque no sea más que por introducir en la tragedia soluciones nuevas y una variedad de desenlaces.
Los sabios antiguos, que se daban la muerte como prueba de su madurez, habían creado una disciplina del suicidio que los modernos han desaprendido. Volcados a una agonía sin genio, no somos ni autores de nuestras postrimerías, ni árbitros de nuestros adioses: el final no es nuestro final: la excelencia de una iniciativa única - por la que rescataríamos una vida insípida y sin talento- nos falta, como nos falta el cinismo sublime, el fasto antiguo del arte de perecer. Rutinarios de la desesperación, cadáveres que se aceptan, todos nos sobrevivimos y no morimos más que para cumplir una formalidad inútil. Es como si nuestra vida no se atarease más que en aplazar el momento en que podríamos librarnos de ella.
Emile Cioran
Escrito no identificado
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